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El día después de Acción de Gracias, mi madre me llamó preocupada porque me iba a morir. Le había dicho por error que tenía ardor de estómago, así que me dejó un largo mensaje de voz para recordarme que mi padre había tenido ardor de estómago antes de morir de un ataque al corazón a los 50 años cuando jugaba al raquetbol.
Me suplicó que me hiciera un chequeo, que me hiciera un análisis de sangre. “¿Sabías que has estado engordando últimamente?”, me dijo.
Ya lo sabía.
Su voz empezó a quebrarse al final del mensaje. Yo era su único hijo, y los hombres de su vida solían caer muertos sin previo aviso, explicación o despedida.
El día después del cumpleaños 80 de mi madre, su pareja durante más de 35 años, un hombre llamado Bing (que vino después de mi padre) murió en un viaje a Palm Springs con sus amigos: se ahogó por la noche solo en un jacuzzi, con la hipertensión y el alcohol como factores coadyuvantes.
Bing era como un padre para mí, pero nunca se impuso como lo hacen los padrastros de la televisión. Incluso después de mudarse con nosotros cuando yo tenía 5 años, nunca me disciplinó ni me dio sermones paternales. Más bien me enseñó a pescar en el río Kern de California y me construyó una enorme casa en un árbol en el patio trasero.
Tras el entierro militar de Bing a cargo de veteranos de la Infantería de Marina en una colina a las afueras de Bakersfield, mi madre me pidió que la llevara a Hawái a visitar a su hermana mayor, que vive allí con su hija.
Ella había hecho un viaje similar tras la muerte de mi padre, un viaje al paraíso para alejarse de casa y, a la vez, estar cerca de las personas que conocían a sus compañeros y tenían historias que contar.
Cuando mi madre le había explicado la muerte de Bing a sus vecinos de más de 40 años, el marido había dicho: “¿No es el segundo que pierdes?”
“¡No se suponía que fuera el primero en morir!”, me dijo antes de nuestro vuelo. “Por eso elegí a un hombre más joven; no me haría lo que me hizo tu padre”.
Ese no era el plan, ni para ella ni para mí. Bing, que tenía 73 años cuando murió, debía cuidar de ella, mantener la casa en buen estado y sacar la basura.
En la década de 1960, mi madre y sus hermanas emigraron a Los Ángeles después de que su país natal, Indonesia, cayera en un conflicto brutal tras la descolonización neerlandesa. A mi madre la habían educado en la creencia de que el trabajo de una mujer era casarse bien y criar hijos. Tras la muerte de mi padre, solía decir: “Nadie me enseñó qué hacer si mi marido estiraba la pata”.
Como el único hombre que quedaba en su vida, la llevé en avión a Hawái para curar su dolor, y utilicé promesas de playas y buceo para convencer a mi marido de que viniera también. Le dije que unas vacaciones era lo que necesitábamos después de tanta tristeza, y él aceptó con dulzura.
Mi tía vive con mi prima y el marido de mi prima en la lluviosa zona de Hilo, en la isla Grande, donde todos los buenos hoteles estaban reservados, así que los tres acabamos por compartir una habitación en un motel con dos camas y un aire acondicionado con fallas. Llovió todos los días. Cuando no estábamos visitando a mis parientes, nos quedábamos en la cama comiendo comida para llevar y viendo la tele.
Mi esposo trató de mantenerse de buen humor, pero la lluvia, mi madre afligida y el espacio reducido fueron demasiado. Por la noche, mientras dormía, mi madre lloraba por Bing.
Yo estaba desesperado por mejorar las cosas. Sentía una presión en el pecho, pero lo ignoré. Quería que comenzara la sanación; esto era Hawái, después de todo. Así que acortamos la visita a Hilo y renté un departamento en el lado soleado de la isla en Waikoloa.
Con nuestro automóvil pasamos por encima de la cresta de antiguos volcanes y vimos cómo la salida del sol hizo brillar al océano. Nuestro departamento tenía dos dormitorios y espacio suficiente para escondernos unos de otros, además estaba en un campo de golf donde deambulaban pavos salvajes. Esa noche, comieron de nuestras manos y experimentamos algo de la magia hawaiana que habíamos estado buscando.
Al día siguiente, cuando por fin nos encontrábamos en una playa de arena blanca, unas extrañas nubes empezaron a flotar sobre nosotros. Eran oscuras y bajas y me dieron ganas de ir a un lugar seguro.
Resulta que se había desatado un incendio forestal y los fuertes vientos empujaban el humo hacia nosotros. Nos comenzó a costar respirar, así que nos quedamos en casa viendo los Juegos Olímpicos de Tokio.
“No vine a Hawái a ver la tele”, dijo mi marido el segundo día del incendio. Empezamos a discutir. Mi madre estaba de luto y yo sentía que no podía dejarla sola. Sin embargo, sabía que el viaje no estaba resultando como había prometido.
De repente, nuestros tres teléfonos emitieron un mensaje de emergencia. El pueblo de Waikoloa, a 15 minutos en auto, estaba siendo evacuado. Nos dijeron que nos preparáramos también para una posible evacuación.
“¿Me está castigando Dios?”, dijo mi madre, mirando el humo. “¿Adónde evacuamos? ¿A la playa?”. Suspiró y volvió al televisor, subiendo el volumen.
Mi marido entró en nuestro dormitorio y cerró la puerta. Dijo que iba a salir a dar un paseo, que no le importaba el humo y que más me valía encontrar algo que hacer que no fuera ver carreras de canoas o saltos de caballos.
Cuando se marchó, la presión en mi pecho que había estado intentando ignorar se agudizó y se trasladó al cuello y la mandíbula. Ya había sentido algo parecido antes, pero desde la muerte de Bing, el dolor había empeorado. Pensé que era mi corazón, pero no podía decírselo a nadie. Estaba allí para curar a mi madre y regalarle a mi marido una romántica aventura hawaiana.
Me tumbé en la alfombra del dormitorio y me tapé los ojos con las palmas de las manos. Me concentré en respirar hondo y despacio hasta que, por fin, el dolor remitió y pude ponerme de pie y reunirme con mi madre en el sofá.
Ella hablaba sin cesar sobre qué atletas olímpicos le gustaban y cuáles eran unos fanfarrones. Era un ritmo familiar que recordaba de mi infancia, los dos solos viendo la televisión, hablando de todo y de nada. Entonces me dijo: “Bing no era tu padre, pero te quería como a un hijo. Nos cuidó lo mejor que pudo”.
“Lo sé, mamá”, respondí. “Lo sé”.
Al día siguiente, los bomberos controlaron la situación y se retiraron las órdenes de evacuación. Salvamos lo que pudimos de nuestros últimos días y agradecimos volver a casa.
Semanas después, fui al médico. Me dijo que mis dolores de pecho eran miniataques de pánico, pero que mi corazón estaba bien. “Tienes que controlar mejor el estrés”, me dijo. “Camina más, duerme mejor, quizá intenta perder algo de peso”.
Me fui preguntándome si él y mi madre hablaban de mí. Pensé en mi padre y en Bing, que ya no estaban. El destino de mi padre siempre se había cernido sobre mí como una advertencia. Ahora el destino de Bing me advertía que no desperdiciara ni un minuto.
Había hecho fuerte sol y mucho calor en el funeral de Bing. Recuerdo que sudaba mientras un grupo de personas sacábamos su ataúd de la carroza fúnebre. Aunque mi madre debía volver a su asiento, se quedó junto al ataúd de Bing después de besarlo.
En el funeral había muchos amigos de Bing que no conocíamos: compañeros de pesca, del colegio y de su tiempo en el ejército. Sin que nadie se lo pidiera, mi madre abrazó a todos los dolientes que se acercaban a presentar sus respetos, como si los conociera.
Me acerqué a ella mientras lo hacía, sintiéndome como un intruso en el dolor de otra familia, y me sorprendió cómo mi madre se desahogaba, llorando y hablando con tantos desconocidos. Esto tampoco formaba parte del plan. Mi madre acababa de hacerlo, sorprendiéndose tanto como al resto de nosotros.
“No sé por qué estoy aquí”, dijo mientras tomaba de la mano a uno de los amigos de Bing. “Todos lo queríamos tanto, y ahora se ha ido, pero nuestro amor sigue aquí”.
Únicamente al reflexionar en retrospectiva me di cuenta de que mis ataques de pánico nacían de mi necesidad de controlar las calamidades de la vida y de la sensación de que no conseguía arreglar lo que no tenía arreglo.
Amaba a Bing; yo también estaba de duelo, y había mantenido a raya el dolor intentando curar el dolor de los que me rodeaban. Pero el dolor tenía que salir, y estaría mezclado con amor, confusión y rabia, y eso estaba bien.
Tras perder al segundo amor de su vida, mi madre estaba inundada de dolor. Sin embargo, allí estaba ella, enseñándonos a llorar. Y yo casi me había perdido la lección.
Conrad Gregory es un escritor de Los Ángeles.
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